Por Gregorio Peces-Barba Martínez

Recientemente en una emisora de radio me pidieron que formulase una síntesis del concepto de ciudadano. Les dije lo siguiente: “El ciudadano es la persona que vive en una sociedad abierta y democrática. En las sociedades cerradas y autoritarias viven súbditos. Acepta los valores, los principios, la dignidad de todos y los derechos humanos, y participa de la vida política y social. Rechaza el odio y la dialéctica amigo-enemigo y se relaciona con los demás desde la amistad cívica. Distingue la ética privada de la pública, que es la propia de la acción política y que fija los objetivos del poder y de su Derecho y la libre acción social. Puede ser creyente o no creyente y defiende la Iglesia libre, separada del Estado libre. Es respetuoso con la ley, tolerante, libre de discrepar desde las reglas de juego de la Constitución y desde la aceptación del principio de las mayorías. La condición de ciudadano se fortalece con la educación y es una responsabilidad central del Estado y de la sociedad”.

La ciudadanía, cuyo perfil he esbozado en líneas anteriores, no es un status, es una dinámica que aún está a medio camino de alcanzar sus objetivos. La ciudadanía clásica, en Grecia y en Roma, era limitada a sectores concretos. Sócrates, Platón y Aristóteles aceptaban la existencia de súbditos que no eran ciudadanos y de otros, los esclavos, que no eran personas.

En los orígenes de la Edad Media el corporativismo y las relaciones feudales diluyeron el concepto de ciudadanía y las personas en general difuminaban su personalidad en los gremios y en los feudos. Sólo los señores y los maestros tenían autonomía personal y posible protagonismo. Con el fortalecimiento de las ciudades y la aparición de una burguesía urbana de comerciantes y de funcionarios reapareció el hombre libre; el individuo frente a la corporación y el cives fue el burgués, el habitante de las ciudades.

A partir del tránsito a la modernidad se inició el proceso para convertir al cives en el ciudadano con una dimensión política. En los orígenes del Estado liberal, el burgués era el único ciudadano, con la marginación de la nobleza y la todavía inexistencia del cuarto estado, del proletariado, que afloraría potente con la aparición y el desarrollo de la sociedad industrial.

En el proceso de formación y de desarrollo del ciudadano como protagonista de las sociedades democráticas hubo plurales influencias: liberales, democráticas, socialistas y republicanas. Conceptos como la secularización, el individualismo, la libertad y la igualdad, la idea de contrato social o el sufragio universal, favorecieron e impulsaron la ciudadanía.

Desde la secularización se empezó a distinguir entre el creyente y el súbdito o el ciudadano y la diferencia de reglas en ambos casos. Fue el origen de la distinción entre ética pública y ética privada y entre el pecado y el delito. El individualismo supera las identidades comunitarias, parciales y cerradas y las sustituye por una identidad racional, contractual, individualista y universal. Los valores de libertad e igualdad, o de libertad igualitaria, facilitaron la acción del individuo en la sociedad y en el Estado y el resultado fue el ciudadano, legitimado en la generalización del sufragio y en el consentimiento de todos, exigencia del contrato social. Desde el pensamiento liberal en adelante el sujeto político básico es el ciudadano titular de los derechos del hombre y también de los derechos políticos como propios de su condición, especialmente el de sufragio como participación en la representación de la soberanía.

Superados los planteamientos del socialismo leninista y asentado el socialismo reformista, el concepto de ciudadano se fortaleció con la dimensión social, que impulsó su solidaridad y su participación en la satisfacción de las necesidades básicas de los menos favorecidos, que no pueden hacerlo por sí mismos. La caída del comunismo y del fascismo superó un peligro real de retroceso, de reducción del concepto de ciudadanía. De todas formas, hoy existen otros riesgos vinculados al fundamentalismo religioso, que se superpone y controla al poder político y que rechaza la igual ciudadanía. Probablemente muchos dirigentes de la Iglesia católica desearían una situación similar, pero afortunadamente la permanencia de los valores de la Ilustración frustran en Occidente esa pretensión.

Por otra parte, la enorme injusticia en el disfrute de los bienes y de los recursos, con el empobrecimiento progresivo del tercer y del cuarto mundo está produciendo una enorme avalancha de emigrantes que se agolpan para acceder al primer mundo, y España es un objetivo importante de ese movimiento.

La solución no puede ser la del banquete del Malthus de cerrar a cal y canto la puerta del edificio donde se desarrolla el banquete, que es Occidente, ni tampoco abrir la puerta a todos, porque sería imposible el resultado de esa situación. Por supuesto, hay que potenciar las economías locales en esos países, favorecer el comercio justo, pero también luchar contra los excesos de emigrantes ilegales y contra las mafias que se aprovechan de su desesperación.

De las crisis, si se tropieza pero no se cae, se pueden obtener progresos y dar grandes saltos hacia adelante. Ésta es una ocasión para la ampliación de la ciudadanía, con moderación y con juicio, a los emigrantes legales que son tan necesarios para el desarrollo económico y social de nuestros países. Si tienen las obligaciones deben tener también los beneficios, y eso es la ciudadanía plena. “Lo que a todos atañe, por todos debe ser aprobado”, decía un viejo principio medieval que viene al caso, como criterio de justicia.

Pero la dinámica, a medio y largo plazo nos debe llevar a otros escenarios que pueden ser los definitivos. La llamada globalización no puede tener sólo dimensiones económicas, comerciales, técnicas y de comunicación. Debe tener también dimensiones humanas, sociales y políticas. Por eso prefiero el término universalización que carece de las connotaciones economicistas, egoístas y reduccionistas de la globalización.

El horizonte último conduce al ciudadano del mundo, hoy una utopía, pero que puede ser una verdad prematura, como decía Lamartine.

Gregorio Peces-Barba Martínez es Catedrático de Filosofía del Derecho y Rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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